Carlos Colón Perales. Publicado el 09.11.2008 en Diario de Sevilla
A veces la ciudad es un escenario preparado para una representación tan perfecta como sólo el amor y el tiempo son capaces de poner en escena. El sol derramándose por Mateos Gago a las ocho de la mañana de un quince de agosto, alumbrando una sonrisa. La luz primera del Viernes Santo traspasando en la Anunciación las caídas caladas de un palio. Los vencejos rozando en vuelo rasante la torre de San Lorenzo y los gorriones alborotando las altas copas de los árboles de la plaza cuando -a la misma hora que en la Anunciación la luz del sol se multiplica en unas mariquillas verdes, una corona y una cara- un pesado silencio morado cae sobre la multitud hermanada por una misma emoción y una única mirada. El rayo de sol que cada atardecer del 19 de septiembre traspasa la oscuridad de San Juan de la Palma para, como escribió Antonio Burgos en una de sus tardes de gloria, coronar de luz a la Amargura convirtiendo cada año ese día y esa hora en el 21 de noviembre de 1954.
En estas perfectas escenificaciones de la emoción lo hecho por las manos de los hombres y lo regalado por las manos de Dios, arte y naturaleza, se funden como fundidos están con la tierra de Sevilla los cuerpos de quienes día tras día, año tras año y siglo tras siglo fueron esculpiendo, labrando, bordando, disponiendo y dando vida con sus propias vidas a tanta belleza.
Uno de estos momentos se vivió ayer, entre las diez y media y las once de la mañana, en la Magdalena. Estaba la Virgen del Amparo, maestría renacentista que no ha olvidado la santa simplicidad del gótico, alzada sobre el asombroso paso que logra templar hasta inmovilizarla la agitación del barroco, flanqueada por las macizas palmeras siempre inmóviles de sus candelabros rematados por faroles señoriales. Como Juan Martínez Alcalde ha observado con acierto nada en este paso se mueve cuando anda, salvo la ráfaga de la Virgen o los flecos de su manto: busca la representación sagrada la quietud para expresar la inmutabilidad de lo eterno.
Estaba, pues, la Virgen del Amparo sobre su paso cuando a las diez y media un exacto rayo de sol la abrazó, sin rozar la peana neoclásica, desde la corona hasta la media luna de plata. Quedó la imagen sostenida sólo por la luz, suspendida entre el cielo y la tierra, nimbada por su ráfaga y por su paso que parecían ser sólo reflejos producidos por el sol oro viejo del otoño al bañar el marfileño rostro, tan sabio, tan bondadoso, y los azules, dorados, jacintos y rojos del estofado de su manto y su túnica. Se encontraban en la Magdalena los dos soles del otoño sevillano: el que Dios creó y la Virgen del Amparo.