LA FIEBRE AMARILLA EN 1800 Y LA VIRGEN DEL AMPARO
Por Pablo Alberto Mestre Navas
(Publicado en nuestro boletín «Amparo» n º. 37 de Noviembre de 2008.)
Entre el 29 de marzo y el 6 de julio de 1800 arribaron a la ciudad de Cádiz tres embarcaciones procedentes de América: la polacra Júpiter y las corbetas Águila y Delfín. Las autoridades portuenses dieron parte de que en los tres navíos se había detectado a parte de la tripulación con «un mal contagioso» al que nadie lograba poner un diagnóstico en firme, desconociéndose las consecuencias que esta enfermedad iba a tener para buena parte de la población andaluza[1].
En el mes agosto la epidemia de fiebre amarilla se había propagado con rapidez por la ciudad, comenzando por los barrios de Santa María, el Rosario y San Antonio.
Cuando en Cádiz la comisión sanitaria diagnosticaba la enfermedad que subyugaba a la ciudad, en Sevilla hacía acto de presencia. La fecha exacta de su llegada a la capital del Betis sigue sin estar clara, pues ya en ese año había varios pareceres sobre el particular; para Justino Matute y Gaviria habría entrado el 12 de agosto, mientras que para Félix González de León y José Velázquez Sánchez lo habría hecho seis días después[2]. Recientemente, Antonio Hermosilla ha podido averiguar, por un informe de la Junta de Sanidad Hispalense al Cónsul de Francia en 1822, que el contagio habría dado comienzo el 26 de julio, cuando un marinero llamado Andrés de Molina, que partía hacia Sanlúcar de Barrameda, moría durante el trayecto aquejado de fiebre amarilla[3]. Para entonces, los primeros síntomas aparecían entre los vecinos de Triana.
A pesar de que todos los analistas, médicos y cronistas afirmaron que la fiebre se había introducido en la ciudad por el contacto entre los marineros locales con los gaditanos, la opinión generalizada era que la epidemia había sido consecuencia de los pecados de los sevillanos. La idea de iudicium Dei, o juicio de Dios, la potenciaron tanto los sacerdotes como las propias autoridades, abrumadas por la rapidez con la que el contagio se extendió por todos los arrabales e interior de la ciudad. No faltan ejemplos con los que ilustrar esta teoría; un anónimo testimoniaba, tras explicar que la fiebre había sido resultado del contagio entre marineros, que el verdadero motivo era los escándalos y pecados que se estaban experimentando en la ciudad, llegando a decir:
«Sea pues de esto lo que fuere, a mí me parece que hay otra causa más poderosa. Habían llegado ya los pecados públicos a un grado tan excesivo, que sólo el que lo ha visto, puede graduarlo, particularmente el del escándalo. Se presentaban las mujeres casi desnudas, particularmente de brazos y pechos. Hallo dificultoso hacer una pintura exacta. Basta decir que los curas se vieron en la precisión de echarlas indistintamente, fueren de la clase que fueren, a la calle, y negarles la entrada en los templos, siendo de advertir que no eran sólo las mujeres de común esfera las que gastada (sic) este porte, pues todo el fuente (sic) de esta maldita moda se hallaba en la nobleza. Los hombres no soportaban menos, pues los calzones los traían de cierta manera que se le señalaban sus partes. En general, se hacían muchas irreverencias y había muy poca o ninguna religión. En suma, eran los pecados muchísimos, y se esperaba el castigo de la mano poderosa de Dios por momentos»[4].
Esta creencia de la mayoría de los sevillanos en 1800, incluso autores como José Velázquez Sánchez no dudaron, años después, de calificar a la epidemia como un «decreto de exterminio, fulminado contra la familia racional por el Omnipotente en la severidad de su justicia»[5]. La respuesta del vecindario y de las autoridades civiles y religiosas fue convocar innumerables rogativas, novenarios, procesiones y rosarios públicos para aplacar la furia divina. Pocos años como el de 1800 produjeron en Sevilla tal aluvión de procesiones y cultos extraordinarios, muchos de ellos estuvieron patrocinados por el Ayuntamiento y el Asistente, otros por iniciativa privada y algunos fueron, simplemente, demandados por los vecinos de unos y otros barrios que veían cómo diariamente morían decenas de personas.
Puesto que los primeros síntomas del contagio y las primeras víctimas que se cobró la fiebre se produjeron en Triana y en el arrabal de los Humeros, muchas de estas procesiones y rogativas tuvieron como destino o se realizaron en estas collaciones.
Las organizadas por la Hermandad del Amparo se encuentran dentro de las primeras, ya que su finalidad era, además de implorar la piedad divina para que cesase el castigo epidémico en la ciudad, la de suplicar el alivio de los trianeros.
La Hermandad de Nuestra Señora del Amparo hizo en 1800 dos rogativas; la primera se produjo el 6 de septiembre en la Iglesia de la Magdalena, organizando los cofrades una solemne función en honor a Nuestra Señora. El mismo día se realizaron varios actos devotos por otras hermandades y cofradías; así, la Hermandad de la Carretería hizo estación con sus insignias al Colegio de San Laureano, en los Humeros, y de vuelta celebró una función en su capilla del Arenal. La misma tarde salió procesionalmente la efigie de Jesús del Gran Poder, a la que acompañó las hermandades del Silencio y Carretería, así como la comunidad franciscana de San Antonio de Padua[6].
Dos días después, el 8 de septiembre, la Hermandad de Nuestra Señora del Amparo volvió a celebrar una función en la Iglesia de la Magdalena, predicando fray Juan Sebastián de Arrac, del Convento de San Buenaventura. Por la tarde, la Hermandad tenía preparada una salida extraordinaria de la que el cronista Félix González de León ofrece algunos detalles interesantes.
Según el cronista hispalense, en el gran concurso de la comitiva figuró, junto a la venerada talla de María, las de San Sebastián y San José, acompañando a los hermanos del Amparo los de la Hermandad Sacramental de la Magdalena. Durante la rogativa se fueron entonando las letanías a los santos para implorar la intercesión divina por la ciudad, llegándose a repartirse ochocientas sesenta velas de a dos libras, lo que evidencia el éxito que tuvo y la capacidad de convocatoria que logró la hermandad. Parece ser que, al poco de efectuar su salida, empezó a llover, provocando un desorden generalizado y debiendo volver al templo toda la comitiva. Sin embargo, una vez que cesó la lluvia, la procesión volvió a efectuar su salida en los mismos términos y, llegando a las afueras de la Puerta de Triana, fue colocada la imagen frente al cauce del río Guadalquivir, donde se realizó la rogativa y se imploró la intercesión de Nuestra Señora del Amparo.
En septiembre se sucedieron otras rogativas, no en vano, el mismo día que lo hizo la Hermandad del Amparo, también la verificó la de la O en Triana y días después fue el Cristo de la Expiración. En los Humeros lo hizo la Orden de la Merced con la efigie de San Ramón Nonato, que se dispuso en la Puerta Real frente a los Humeros.
Las funestas consecuencias de la epidemia ya entrado el mes de octubre, provocó que la Hermandad del Amparo tuviese que suspender otros actos que tenía organizados, pues consta la convocatoria de una novena a Nuestra Señora para continuar implorando su intercesión. La celebración de este culto no llegó a verificarse «por estar todo el pueblo enfermo y convaleciente»[7]. El dato que aporta el cronista hispalense da una idea de la magnitud que tuvo en Sevilla la fiebre amarilla y de las más que posibles consecuencias que pudo llegar a provocar en la Hermandad del Amparo, pues es significativo que la novena, cuyo comienzo estaba proyectado para el 31 de octubre, tuviese que ser suspendida.
El siglo XVIII se despedía con el signo apocalíptico de la muerte, la ciudad había sufrido una importante merma poblacional y en muchas hermandades iba a desencadenarse una crisis por la merma de hermanos que se experimentó. Así pues, y pese a no tener noticias documentales de la Hermandad del Amparo en 1800, es razonable pensar que el declive que sufrió a comienzos del XIX pudo estar provocado por estas razones.
NOTAS
[1] IGLESIAS RODRÍGUEZ, Juan José. La epidemia gaditana de fiebre amarilla en 1800. Cádiz, 1987, p.31 y ss.
[2] MATUTE Y GAVIRIA, Justino. Anales eclesiásticos y seculares de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de la Andalucía, que contiene las más principales memorias desde el año de 1701, en que empezó a reinar el rey Don Felipe V, hasta el de 1800, que concluyó con una horrorosa epidemia. Sevilla, 1997, vol. 3, p.265-267; VELÁZQUEZ SÁNCHEZ, José. Anales epidémicos: reseña histórica de las enfermedades contagiosas en Sevilla desde la Reconquista cristiana hasta la nuestros días (1866). Sevilla, 1996, p.165.
[3] HERMOSILLA MOLINA, Antonio. Epidemia de fiebre amarilla en Sevilla en el año 1800. Sevilla, 1978, p.10.
[4] WAGNER, Klaus. La epidemia de fiebre amarilla en Sevilla en el año 1800 según el testimonio de un contemporáneo. Sevilla, 1976, p. 206.
[5] VELÁZQUEZ SÁNCHEZ, José. Op.cit. p. 180.
[6] AMS. Sec. XIV Crónica de Félix González de León 1800-1856, vol. I, t. 1, fol. 74r-76v y 78r-100v.
[7]Ibídem, fol. 103r, 104r-106r, 109r-110r ,201r y223r).